La casa vacía presenta un aspecto lúgubre, aunque eso no le preocupa demasiado. Lo que le asusta de verdad es la falta de compañía. Un espíritu alegre como él necesita rodearse de juventud, ver a sus nietos derrochando vida, jugando y correteando por los pasillos. No alcanza a comprender por qué razón su hijo y su nuera se incomodaron tanto cuando entró por sorpresa en el dormitorio. Al fin y al cabo son familia, y a estas alturas ya ha visto todo lo que había que ver. Le consuela que al menos hayan dejado la ouija, por si los nuevos inquilinos quisieran hablar con él.
Año: 2019 (Página 1 de 2)
Déjala junto a la verja cuando esté preparada, que enseguida pasarán a recogerla, ha dicho el señorito como quien habla de un mueble. La mujer viste a la niña con la ropa de los domingos y la lleva hasta el portón mientras menea la cabeza en señal de negación, con las prisas no le ha colocado el pasador en el cabello como es debido. No puede pararse a entrever la posibilidad de que algún día la aguja acabe clavada en el cuello del amo, ni tiene tiempo de cuestionar que unos manden tanto y otros no pinten nada. Ni siquiera le queda un momento para despedirse antes de que vengan a buscar a la pequeña. Luego, ya con más calma, dispondrá de media vida para recordar a aquella hija que un día tuvo y que nunca fue.
Nunca falta una rosa en la mesita de noche de esa mujer. La razón es lo de menos, aniversarios, muestras de amor o regalos sorpresa hacen posible que la flor siempre tenga su reemplazo. Un día el hombre le compra una rosa que no se marchita. Es hermosa y colorida, pero ella echa de menos las otras rosas, las que la hacían estar pendiente cada día hasta que se les secaba el último aliento. Al mismo tiempo, no quiere que le regale más, pues no podría soportar ver como se estropean al lado de una rosa eterna. El amor de alguien que quiere y no quiere que le regalen rosas es un amor imposible. El hombre se abandona a la melancolía y pasa los días sin ser nadie, malgastando su existencia, incapaz de entender que como ocurre con las rosas, lo que le da valor a la vida es saber que con el tiempo se nos marchita.
Vacila al comprobar la altura del acantilado desde el que hemos planeado saltar cogidos de la mano, pero le recuerdo que quitarnos la vida es la única forma de estar juntos para siempre. A modo de despedida, me dice que echará de menos mi sentido del humor, cómo la hago reír. Yo le contesto que de ella me fascina su arrojo y un punto de locura que la hace irresistible. Segundos más tarde intercambiamos gestos de sorpresa. Ella porque le he soltado la mano. Yo porque se haya tomado en serio lo de lanzarnos al vacío.
La mujer se encontraba en ese momento de la vida en que cuerpo y mente dejan de hablarse y van cada uno por su lado. La fragilidad había domesticado sus ambiciones, que en aquellos días se limitaban a acabar un libro en cuyo argumento se reconocía a sí misma y que le devolvía recuerdos aparentemente olvidados. Lo había ido paladeando poco a poco hasta esa tarde, cuando convencida de haber llegado al final encontró varias páginas en blanco, como si quedara algo por explicar. Aunque a la mañana siguiente ya estaban llenas de texto, pronto descubrió más páginas sin escribir. El libro estaba dotado de una molesta resiliencia confrontada con su deseo por terminarlo y los días transcurrían en medio de un brote incesante de párrafos siempre acompañados de nuevas hojas en blanco. Una noche, cansada de prolongar lo que ya parecía una agonía, decidió que esa historia iba a tener un final antes del amanecer.
Hallaron a la mujer con su diario entre las manos. Sus ojos, aún abiertos, evocaban la mirada de quien aspira a escribir su propio desenlace, de llegar a ser, siquiera por un último instante, el autor de su propia vida.
El hombre acude a la comisaría para confesar su culpabilidad. Un agente le escucha con cierta desgana mientras expone con gran riqueza de detalles las circunstancias de la muerte de un huésped del hotel Flamingo, acaecida hace ya una semana. Explica que se ve incapaz de seguir haciendo frente a los remordimientos, que no puede permitir que sus familiares sigan sin conocer la verdad. El agente, sorprendido por el testimonio que acaba de escuchar, duda un instante, pero al momento lo invita a marcharse convencido de que solo busca notoriedad o no está en sus cabales. La falta de interés por resolver el caso devuelve al hombre al estado de ansiedad de la semana anterior. Regresa al hotel Flamingo y se tira de nuevo por el balcón.
Deja el sobre encima de la mesa y bebe el último sorbo de vino antes de comenzar el discurso que ha ensayado tantas veces. Con tono solemne pero al mismo tiempo conmovedor, proclama que mientras coma cada día y tenga donde vivir, el resto será para sus nietos. Tan solo se lamenta de la mujer que viene a limpiar, lo cambia todo de sitio. La muchacha recuerda que a su padre nunca le ha gustado que los demás toquen sus cosas. Sonríe, acepta el dinero con menos remordimientos y mira su reloj, tiene que ir a buscar a los niños. Después de un abrazo parten en direcciones opuestas. Horas más tarde, el anciano se encuentra reuniendo sus pertenencias en un rincón cuando aparece la operaria. La mujer barre a su alrededor y vacía las papeleras como si el hombre y sus cartones ni siquiera estuvieran allí.
Los niños no pudieron resistirse. La explicación les resultaba larga y aburrida y la tentación de apartarse del grupo para explorar por su cuenta los alrededores era demasiado fuerte. Su atrevimiento obtuvo recompensa cuando encontraron aquel par de animales muertos. La historia les resultaba tediosa pero la biología, en cambio, era uno de sus temas preferidos. Tras contemplar fascinados los cuerpos durante unos segundos, en una de esas chiquilladas de la infancia, alguien tuvo la ocurrencia de que a lo mejor era posible revivir uno de ellos introduciéndole el corazón del otro. Justo en el momento en que intentaban acoplar el órgano apareció el profesor. No recibieron la reprimenda que esperaban, solo una advertencia de que debían tomarse muy en serio la vida y la muerte. Bastante tendrían con sortear aquel laberinto de cadáveres en su vuelta a la nave, esta vez sin taparles los ojos, para que aprendieran las consecuencias de jugar a ser dioses.
El poema le ha gustado tanto que he preferido dejar que pensara que era mío. Iba a advertirle del error, pero para entonces ya estaba describiendo la sensibilidad que yo desprendía, expresando su admiración por las personas que tenían ese talento para la escritura. Sin embargo, nada más entrar en su casa he comenzado a sentir remordimientos. Si me ha traído aquí, si se estremece cuando rodeo su cuello con mis brazos, es por todas las patrañas que yo misma he avivado. Estoy segura de que me voy a arrepentir si no acabo con esta comedia, por eso aprieto y aprieto hasta que deja de respirar. Antes de que piense que soy una de esas mujeres incapaces de matar una mosca.
Los sacerdotes cinéfilos no deberían practicar exorcismos. Estos dos, por ejemplo, llevan un buen rato esperando que la cabeza de la niña realice un giro inverosímil de trescientos sesenta grados para comprobar que el suyo funciona. La desesperación les impulsa a dar ellos mismos vueltas alrededor de la cama, como si todo se redujera a rotar de una forma u otra. Con tanto alboroto, no es extraño que la chiquilla haya vomitado el puré de guisantes y lance unos gritos tan frenéticos que uno diría que la ha poseído el diablo.