Jamás he sentido la vida más serena que embarcado en una canoa. Mi familia vivió aquí desde siempre; la Ciénaga era nuestro corazón y los peces la sangre que nos daba la vida. Cuando vinieron los forasteros, fue como si dejara de latir. Plantaron su jungla de hormigón y cemento, levantaron un dique y nos quedamos sin peces. «Si muere la Ciénaga, morimos todos», repetía mi padre. Por eso, una noche de luna llena, hartos de aguantar el hambre, afilamos los cuchillos en la piedra y salimos a buscarlos, aun sabiendo que ellos nos esperaban con escopetas. Sonaron balas, hundimos las hojas en sus carnes y el agua quedó cubierta de difuntos. No me arrepiento, no éramos mala gente.
Eso ocurrió hace unos veinte años. Desde entonces, cada luna llena vengo aquí, donde yo sé que están, aunque nadie los pueda ver. Miro sus restos podridos, como los peces que mataron. Les escupo y les maldigo. Me acuerdo de la bala que se incrustó en mi pecho. Luego vuelvo a la penumbra que inunda los manglares, entre los fantasmas de los que fuimos y dejamos de ser cuando la Ciénaga murió.