Nada me llenaba más de júbilo que los paseos con mi madre por el prado. En cuanto la veíamos recogerse el borde del vestido sabíamos que enseguida estaríamos todos riendo a carcajadas y trotando como locos hasta caer rendidos. Entonces, sentados en la hierba, se ponía muy seria para explicarnos que debíamos estar preparados por si las estrellas caían del cielo y era necesario correr para recuperarlas. Que una noche sin estrellas era muy negra.
Un día mi madre echó a correr y no volvió. Cuando le digo a mi padre que estoy seguro de que ha salido a recoger estrellas, se enfurece y dice que me deje de tonterías. Como si no supiera él, más que nadie, que desde entonces vivimos a ciegas.