Hay quien siempre juzga de un modo inclemente las acciones de otras personas, aún a sabiendas de que no hay nada que censurar. Señalan aquella mota de polvo en una grifería que brilla como un espejo o con la excusa de haberlos probado mejores, desaprueban un plato suculento. Mi familia, por el contrario, acepta las cosas tal como vienen. Mamá tolera los reproches resignada, unos están arriba y otros abajo, murmura a menudo. Mi padre se consuela diciendo que en realidad esa gente critica en los demás lo que no les gusta de sí mismos. Entonces me acuerdo de cuando la señora regañó a mi hermano al intentar coger una prenda del tendedero. El pobre me vino llorando porque ansiaba taparse para evitar las burlas por su pie fantasma. Aunque respeto mucho a papá, me cuesta creer que la señora también tenga un enorme vacío en la pierna más allá de la rodilla.

 

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