El hombre no entiende el irresistible reclamo que ejerce el mostrador para que la gente comience a hacer cola tan pronto. Ese afán por ser los primeros en entrar al avión le resulta insufrible. Mientras pierden el tiempo, él aprovecha el paréntesis sentado cómodamente, entretenido leyendo un libro o mirando maniobras de aterrizaje y despegue a través del ventanal. Con todo, no puede evitar observarles de reojo alguna que otra vez, preguntándose si advertirán su mirada de desaprobación. Deja pasar el tiempo y apura hasta que ya ha entrado todo el mundo pero, llegado el momento, descubre que es incapaz de levantarse. Su nombre resuena varias veces por los altavoces de la terminal. Nada. Pasados unos minutos vuelven a llamarle por megafonía. Última llamada. Él permanece inmóvil, con los ojos cerrados, aplazando el momento. Presiente que no va a poder soportar las miradas cargadas de reproche que le van a dirigir los demás pasajeros cuando entre tarde en el avión.

 

 

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