La enfermera le dice que ya puede irse a casa. Después de vestirse y devolver la pulsera de identificación, lo recoge una muchacha que no conoce. Durante el trayecto, le explica que es la nueva niñera, que su hija y su yerno no han podido venir porque están ocupados. La casa es enorme. Escoge un rincón confortable en el que se pasa la tarde leyendo hasta que una voz infantil anuncia a gritos que la cena está lista. En la mesa, su presencia pasa desapercibida, todos están concentrados en otros asuntos. Los adultos están enzarzados en una discusión en la que se comenta que «no puede seguir aquí y tampoco le vamos a pagar una residencia». A la mañana siguiente, el anciano toma una decisión. Simula estar enfermo con la intención de que la joven empleada le lleve a urgencias. Lo hace a la hora justa para que ella no pueda quedarse. De alguna manera consigue que decidan ingresarle. Mientras espera a que le asignen habitación, se fija en un tipo de edad avanzada y aspecto desaliñado. Nadie se percata del intercambio de pulseras. Ha recuperado la que le pusieron cuando entró la primera vez. La que lleva escrito «desconocido».

 

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