Tras considerar otras criaturas mitológicas, no pude resistir la tentación. Seducido por el color dorado de su cola me compré una sirena. Me llevó cierto tiempo aprender a mantenerla en un piso de forma adecuada. Cuando el acuario se quedó pequeño, la trasladé a la bañera, añadiendo rocas y algas para crear un ambiente confortable. La alimentación también fue un quebradero de cabeza, nunca sabía si le daba poco o era demasiado, pero al final le cogí la medida. Con todo, no me arrepiento de mi elección. Me gusta encontrarla al llegar, meneando la cola para recibirme de esa forma tan simpática. Es cariñosa y divertida, y no cambiaría por nada los domingos de cartas y té de jazmín. Cuando estoy fuera, dejo las llaves de casa a algún vecino para darle de comer. Me sabe mal, pero nunca les aviso de que se pongan tapones en los oídos, por eso de no quedar subyugados por su voz cautivadora. Si no, de qué iba a vivir la pobre.

 

 

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